miércoles, diciembre 11, 2013

Maserati Quattroporte ... ¡Grinta!

Pocas veces he hablado de coches por aquí. Este cuaderno de apuntes no deja de ser el cuaderno de un motorista y sólo en contadas ocasiones comenté algo sobre mi Range Rover V8 o el (estupendo) Alfa Romeo 166 que me aguanta desde hace años con una paciencia digna de mejor causa.

Supongo que si soy algo en el mundo automovilístico es italiano. Tal vez porque, como las salchichas, los coches alemanes me aburren muchísimo y me parecen tristes y cortados por un mismo patrón. Son buenos, sí. Y a lo mejor algún día compro alguno. Pero no me tocan la fibra sensible como lo hacen los coches italianos.

También es verdad que en motos sí tengo una BMW. Pero que llegó tras otra que sustituía a la Norton que más lata dio en los peores momentos. Probablemente sin el intermedio de la inglesa, a la Ducati y la Le Mans les hubiera seguido otra italiana.

Pero me estoy desviando. El caso es que gracias a mi amigo Renato hace años que me convertí en Alfista acérrimo, como cualquiera que haya conducido un GTA en el Jarama, o haya hecho casi 200.000 kilómetros a un Alfa 166 JTD sin tener un sólo problema digno de mención. No tiene mayor mérito ahora, después de muchos años de disfrute, aunque tal vez fuera una decisión arriesgada cuando opté por el Alfa en lugar de un Audi o un BMW ... y mientras en mi familia entraban dos Volvo. Curiosamente de los dos suecos, uno ha dado todo el coñazo del mundo, mientras que mi italiano -al que tan mal futuro auguraban- no me ha dado más que satisfacciones.

Y ya metidos a hablar de coches, os cuento que en mi vida sólo me han prohibido comprar un vehículo. Precisamente un Maserati Biturbo Spider rojo. Una preciosidad con un mal genio endemoniado, que me vendían a muy buen precio hace años. Pero a mi mujer le dio miedo aquella fiera. Y lo entiendo. Más de 200 caballos, chasis corto, propulsión trasera, sin electrónica y con un turbo para cada brazo de la V en que se repartían sus 6 cilindros. Arrancando fuerte con el volante mínimamente girado, el coche hacía unos trompos brutales en lugar de avanzar. Un juguete, pero con más peligro que un mono con dos bombas.

Pues bien, hace unos días me invitaron a probar el nuevo Maserati Quattroporte. Un coche del tamaño de un Audi A8 pero con un motor de 8 cilindros en V compartido con los Ferrari ... y que vuelve a montar dos turbos, como aquel coche rojo de mi juventud.

Siento que las fotos no sean muy buenas, pero el móvil chino de mi hijo no da para mucho más. En las dos primeras podéis ver a la bestia en la puerta de casa.


Una preciosidad de diseño, con una línea personalísima, deportiva pero muy discreta. Tiene el punto de elegancia que los italianos saben dar a un coche para transmitir músculo sin necesidad de "ponerle al vehículo una camiseta de tirantes".

Pero más bonito que por fuera es lo que queda dentro del capó. Afortunadamente nadie tuvo la idea de "taparlo todo" como se hace ahora, y nos dejaron a la vista lo justo como para que abrir el capó sea algo que debiéramos hacer todos los días antes de arrancar el coche.

Bonito, ¿verdad?


Pues nada comparado con la experiencia de conducción. Compartimos la hora y pico de paseo mi hijo Julián, José María y yo junto con un piloto de la casa. Y ... ¡qué experiencia!


El coche tiene más de 400 caballos. Y un sonido de los que te hace desear seguir escuchándolo cuando le quitas la llave. Hay incluso un botón que le hace ganar algo de potencia pero que, sobre todo, hace que los escapes se comporten de una manera tal que el sonido es más "atmosférico" que "de turbo". Nada que ver con un Porsche, por ejemplo. No hay silbido, sino un sonido ronco y clásico. Precioso.

Tanto, que el piloto de la casa nos contó que sólo una persona le había pedido poner el equipo de sonido Bowers & Wilkins que incorpora. Que debe ser la leche, pero ... ¿a quien le importa cuando la alternativa es una música como la de esos ocho escapes bramando acompasadamente?

La experiencia de conducción es impresionante. Porque puede ser brutal si quieres, pero también de una suavidad sedosa si es lo que le pides. Y con una sensación curiosa: el coche te entiende, y se anticipa siempre a lo que le deseas en cada momento. Es como una amante perfecta: no hay que decirle nada; ella sabe exactamente qué te apetece, y nada le hace más feliz que dártelo.

La suspensión es adaptativa, el cambio va por palancas fijas al volante, o es completamente automático si así lo deseas. La amplitud es excepcional, el maletero enorme, la comodidad absoluta. Y las prestaciones ... son de otro planeta. Al punto de que el piloto que nos acompañaba se quedaba sin voz en los acelerones fuertes porque el coche nos pegaba literalmente a los asientos.

Un derroche de tecnología, sí. Pero con la misma cantidad de alma que de técnica. Como sólo los italianos saben darle a un vehículo.

Grazie!

lunes, diciembre 02, 2013

La fragua de Vulcano

Este domingo nos escapamos a la Estepa Carlos y yo. Si debo decir la verdad, el plan inicial daba frío con sólo pensarlo: plantarse allí en mitad de una helada, arrastrando un remolque con un engendro horroroso como la BMW C1 de Carlos que no funcionaba ... para volverse a Madrid de nuevo con el remolque y otra BMW en lo alto (en este caso mi querida K100RS que le voy a dejar durante el tiempo que quiera usarla).

9:30 de la mañana para intentar no congelarnos del todo, y el Volvo de Charlie me esperaba en la esquina de casa, con la cosa esa (llamarla moto me da repelús) subida en el remolque. Así que proa para la Mancha charlando tranquilamente de lo bien que están las cosas, el excelente desempeño de nuestros políticos, y lo contenta que se ve a la gente en general.


Y allí llegamos sin dificultad ninguna, para encontrarnos con un día verdaderamente espectacular. Frío, pero con un sol maravilloso que nos hizo quitarnos las cazadoras en cuanto nos pusimos en funcionamiento.

Primera parte dedicada a poner una batería nueva a la K100, comprobar que arrancaba perfectamente, y ver que el freno trasero no iba ni con música y habrá que arreglarlo. Pero eso será cosa de su nuevo piloto, si es que quiere pasar la ITV.

El caso es que, como Carlos tenía alguna experiencia previa con la soldadura, decidí pedirle que me ayudara a dar mis primeros pasos con ella, cosa a la que nunca me había atrevido. Porque, por raro que parezca, tengo un par de soldadores que nunca había puesto en marcha. En concreto uno "clásico" de electrodos (no inverter) de 120 Amperios regalado hace años por el mismo Carlos, y un soldador MIG que compré hace tres años por Ebay y jamás he conectado a corriente.

Como la experiencia de mi amigo se limitaba a equipos de arco convencionales, nos pusimos en marcha con el primero. Y ... ¡qué cosa más divertida! Por hacer algo "serio", pensamos en un soporte para poner la amoladora eléctrica en la pared, aprovechando unos tubos de hierro cuadrados que tenía en el taller.

La primera dificultad fue cortar los tubos razonablemente, porque sólo teníamos una amolador a pequeña con un soporte comprado en Lidl con el que calcular los ángulos era casi imposible, y hacer un corte perpendicular a los tubos una pura utopía. Pero nos apañamos para medio conseguir unas piezas con casi 45º para poder formar luego el rectángulo que servirá de base algún día al soporte. Hecho ésa primera tarea sin más incidencia que un trapo que nos salió ardiendo por las chispas que producía la amoladora, empezamos a soldar.

En la imagen se me puede ver sin guantes, con una chaqueta sintética (pero no tenía otra cosa y me estaba pelando de frío) y la careta automática de Brico Depot, dando los últimos toques al soporte. ¡Chispas por un tubo!


Y abajo puede observarse el (repugnante) resultado de nuestro trabajo: unas soldaduras lamentables, que presentan no sólo un acabado muy deficiente, sino unos hermosos agujeros en los lugares donde se nos fue la mano y la chapa era menos fuerte.


Y no, no eran electrodos de 3 milímetros, sino de 1,6. Lo más fino que se puede encontrar normalmente para estos menesteres. Y la máquina estaba razonablemente bien regulada. Es, sencillamente, descubrir que nos queda todo un montón de horas hasta que consigamos hacer algo decente. Lo cual pronostica que tenemos por delante un montón de horas de diversión hasta conseguir cogerle el punto al invento.

Al menos, aunque feo, el cacharro quedó de lo más sólido, que todo hay que decirlo. Más que suficiente para poder atornillarle la amoladora cuando lo tengamos terminado. Ahora sólo falta otro fin de semana de buen tiempo para rematar la faena.

¡Seguimos aprendiendo cosas nuevas, que es de lo que se trata!